viernes. 19.04.2024

En los últimos meses, hemos visto reformulado el concepto de lo “cotidiano”. Aquellas rutinas, que tildábamos de asfixiantes, han tornado en oxígeno, porque rescatan la vida que identificamos como propia. La finitud del tiempo nos dota de conciencia estacional; concebir la existencia como el cómputo de etapas logra proyectar nuestras biografías desde la evolución. Ninguna de las lecciones está reglada bajo el designio privado. Pasamos toda nuestra vida buscando respuestas para nuestros porqués y, cuando lo logramos, entendemos que se trataba del “cómo”, del sentir, de reconocernos en nuestro yo más honesto. 

El ser humano es en compañía. Somos parte de un proyecto común. Nuestras aspiraciones trascienden la existencia individual, tan efímera como yerma si elude los vínculos con el hombre. Ayudar a los demás es, en realidad, ayudarse a uno mismo. El alma se dilata, engrandece sus capacidades, si hace del servicio su modo de relación. No podemos aspirar al cambio si no asumimos éste como un compromiso particular. Creer en lo que hacemos vigoriza sus resultados, porque lo sincero se entrelaza con el sentir, y entre emociones dejamos de ser gente para convertirnos en personas. 

Nunca he creído que la solidaridad requiera de altavoces, porque reside en lo más íntimo de nosotros. Es el silencio, el encontrarse con uno mismo, lo que nos permite advertir nuestra verdad humana. En esta crisis sanitaria hemos hallado riqueza ética. Lo vivido será todo y nada para el recuerdo; meses que pasan veloces en la retrospección, confeccionados con segundos de eternidad.  

Se dice que debemos ser el cambio que buscamos ver en el mundo. Ahora que hemos aprendido a abrir los ojos, a percibir los detalles y conceder la dimensión adecuada, miremos a las vidas de los demás, porque no hay paraje sin compañía, porque la pobreza está en el alma del que no ayuda a los otros. 

La óptica de Teresa: 'Lecciones de una pandemia'