sábado. 24.05.2025

“Es curioso observar cómo nos van conformando los colores, los olores y sonidos que ayer nos habitaron y dejaron una huella perenne en nuestro espíritu. Hay espacios que un día nos marcaron, como en mi caso el de aquel bello y pródigo reino de los pájaros que conocí cuando era muy pequeño y, por muchas razones, aún sigue irisando los viejos caminos que cruzan mi interior”, escribe Alejandro López Andrada en El corazón de las golondrinas, una mirada al niño que fue y al campo que habitó y donde aprendió la vida. En estas casi trescientas páginas, el autor regresa a sus recuerdos de crío, que comparte generosamente con el lector. Nos presenta así al abuelo Pepe, “un mago sin chistera”, siempre riendo en tiempos complicados para la felicidad, a la pareja de mastines Marquesa y Olivero. Describe al pastor Eleuterio Jarilla, de quien tanto aprendió, a sus hermanos, su padre, pescador de río, a su amigo Lolo y a Eulalio, que con el tiempo tuvo que emigrar, los viajes en coche, la caza de pájaros, que tan mal sabor de boca le dejó y tan culpable le hizo sentir a medida que fue creciendo. A las lavanderas que restregaban la ropa con el fondo musical de Juanito Valderrama o Antonio Molina.

Las tardes de verano, de calor tórrido, la colección de pájaros que se dejaban ver en El Lentiscar, desde abubillas a gorriones. Y las golondrinas, siempre, ocupando el podido de las aves por las que López Andrada sentía y siente un cariño especial, una conexión diferente. “Los mejores instantes de la niñez no mueren, lo mismo que los lugares singulares donde fuimos felices en esa época crucial de nuestra existencia. Nada se diluye en los cuévanos blancos de nuestro corazón…”, aunque, a veces, cuando volvemos a ellos ya no son como los recordamos.

“Lo que más me agradaba hacer en El Lentiscar era salir a buscar nidos con mi abuelo, pero también me encantaba recrearme —tras sentarme en un pico del corral— en observar un lagarto gigantesco que tenía su guarida, o su enigmático refugio, en un albañal pegado a los establos, que comunica ba al otro lado de la casa atravesando una onírica pared en la que anidaban muchísimos murciélagos y que yo bauticé como la Pared del Miedo”. A ese lagarto que dejó sin cola y le dio el disgusto de su infancia, menos mal que el abuelo estaba siempre cerca.

Este libro es el campo, los animales, los de cuatro patas y los de dos, la pléyade de aves que conocía casi una a una por su nombre, los juegos infantiles y la huella que ha ido dejando el cambio climático en las estaciones y en casi todo ser vivo; pero, sobre todo, El corazón de las golondrinas es una mirada hacia lo que el autor fue, niño primero, hacia cada uno de esos días que le hicieron ser lo que es hoy, un hombre con tierra en los zapatos al que no le gusta el bullicio de las grandes ciudades y sí el silencio de la vida detenida. 

Alejandro López Andrada (Villanueva del Duque, 1957) comenzó a escribir muy joven y hasta la fecha ha publicado poemarios como “El Valle de los Tristes” (1985), “La tumba del arco iris” (1994), “Los pájaros del frío” (2000), “La tierra en sombra” (2008) y “Las voces derrotadas” (2011).

Ha recibido premios como el Nacional San Juan de la Cruz, Iberoamericano Rafael Alberti, José Hierro, el Andalucía de la Crítica, el Fray Luis de León y el Ciudad de Córdoba “Ricardo Molina”, entre otros. Ha escrito asimismo poesía infantil ("La niña de los luceros"), una celebrada trilogía sobre la desaparición del mundo rural ("El viento derruido", "Los años de la niebla" y "El óxido del cielo") y doce novelas, una de las cuales, “El libro de las aguas”, fue adaptada al cine por Antonio Giménez-Rico. 

Tras “El jardín vertical” y "Entre zarzas y asfalto", obtuvo el Premio Jaén de Novela, uno de los más prestigiosos del país, gracias a "Los perros de la eternidad". En "Los árboles que huyeron" (Berenice, 2019) abordó el primer tramo de sus memorias, y en "Un jilguero en el ático" (Berenice, 2023) evocó la historia de amor de un sacerdote. Hijo Predilecto de su localidad natal, en 2007 se dio su nombre a una plaza de la misma. En ella se encuentra la casa donde nació. 

Portada del El corazón de las Golondrinas
Portada del El corazón de las Golondrinas

 

El abuelo Pepe, que con tanto afecto trataba a Eleuterio Jarilla, el pastor

Mi abuelo Pepe era un mago sin chistera que convertía los versos, las palabras, en aves ligeras que grababan su vuelo al mismo tiempo que sus silbos, sus trinos sublimes, en nuestro alrededor. Para mí era una gozada estar con él. 

Los mejores instantes de la niñez no mueren, lo mismo que los lugares singulares donde fuimos felices en esa época crucial de nuestra existencia. Nada se diluye en los cuévanos blancos de nuestro corazón. Por ese motivo, hace unas semanas vol ví a visitar El Lentiscar con idea de recorrer viejos rincones en los que de niño sentí la plenitud de una felicidad inabordable. Iba solo en el coche, feliz e ilusionado en resucitar fragmentos de otro tiem po adheridos a rincones especiales para mí. Pero ocurre que, a veces, la imagen que uno guarda de lugares vividos en un arcón de la nostalgia se acaba incrustando en la niebla del presente erosionando su tono original. Así que me decepcioné profunda mente al hallar en el Lentiscar, que antaño fuera el paraíso de mi infancia, un lugar lleno de alambra das, raído por una voraz desolación.

Ni siquiera había un pájaro donde antes hubo decenas de arrendajos, alcaudones, mirlos y abubi llas. La vía del ferrocarril, desmantelada hace dé cadas, era un sendero amargo lleno de jaramagos y cardos grises, perfumada tan solo por algún brote de espliego que intentaba surgir en el denso pasti zal pegado al lugar donde estuvieron las traviesas, 49 fantasmales e invisibles, del viejo tren minero que dividía la finca en dos mitades. Recordé cuando, acompañado de mi abuelo, me acercaba a la casa del ferroviario con el que él solía charlar sin prisa alguna, prolongándose a veces sus conversaciones hasta el atardecer. Desde hacía mucho, soñaba re gresar para pasar de nuevo al edificio y sentir la silueta del padre de mi madre sentado junto a aquel hombre en un rincón. Pero al tocar ese espacio comprendí que nada se parecía al de aquel tiem po. La estancia, antes cálida, se halla casi en ruinas, comida por las telarañas, la maleza y una desidia pérfida, espectral. Nada de lo que fue quedaba allí.

Marquesa, la afable mastina que cuidaba del rebaño junto al mastín Olivero,

 Lo que más me agradaba hacer en El Lentiscar era salir a buscar nidos con mi abuelo, pero tam bién me encantaba recrearme —tras sentarme en un pico del corral— en observar un lagarto gigan tesco que tenía su guarida, o su enigmático refugio, en un albañal pegado a los establos, que comunica ba al otro lado de la casa atravesando una onírica pared en la que anidaban muchísimos murciélagos y que yo bauticé como la Pared del Miedo. 

El lagarto que imaginaba dragón

El nido de la collalba y el dragón sin cola

No hay vuelta atrás. El campo sufre desde hace años una lentísima agonía de la que nada escapa, ni la hierba, ni los chortales, los pájaros o los árbo les. 

Berenice publica El corazón de las golondrinas, de Alejandro López Andrada